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Abuelitas Rusas del Ártico-Noruega

Una vez al mes las abuelitas Rusas del Ártico cruzan la frontera hasta la población de Kirkenes, una pequeña población situada al Noreste de Noruega. Durante todo el día están en la pequeña plaza de Kirkenes, soportando el gélido frío del ártico, intentando vender sus artículos: ropa, matrioskas, gorros, etc, y como en cualquier mercado, se respira una atmósfera especial. Tal vez no es fácil captar y sentir el ambiente para una persona que no hable ruso, ya que los rusos y en la cultura eslava en general las personas no son las más risueñas del mundo. Ellos sonríen de otra manera, sus sentimientos van más allá de una sonrisa pintada en la cara. Si hablas ruso, las abuelitas te empiezan a explicar su vida, cantar o hablar poesía, como me ha pasado hoy a mi, con una abuelita de origen ucraniana, la cual era periodista y su marido soldado.

Me quería comprar un típico y tradicional pañuelo ruso. La abuelita, haciendo alarde de sus dotes comerciales, como cualquier vendedor que desea rentabilizar al máximo su negocio, y como no, sabiendo que se encuentra en un país económicamente rico. Ella no estaría dispuesta a recorrer cientos de kilómetros, pasar frío y vender un producto que según ella en Rusia cuesta el doble. Pero he querido olvidarme por un momento del valor económico, y he pensado solo en mi, algo de lo que no estoy acostumbrada a hacer últimamente. Me ha chocado mucho el elevado precio, me parecía exagerado y estaba fuera de mi presupuesto. Pero qué valor tiene ese dinero cuando se trata de comprar la felicidad? Algo que me hace feliz aquí, ahora y más adelante, durante mucho tiempo.

¿Que precio tiene la felicidad? A veces más, a veces menos, a veces nada y entonces reflexiono y llego a la conclusión de que la felicidad no tiene precio. Vale lo que vale, depende para quien, cuando y donde. Ahora, en este momento mi felicidad costaba el precio de la cerveza de un mes (aunque siempre tengo cerveza en mi nevera) pero si no lo invierto en cerveza tal vez lo gastaría en caprichos; si, caprichos, estamos llenos de ellos, y a veces pierdo el verdadero valor de lo esencial: lo que me hace feliz.

Al hablar un poco con la abuelita, se dió cuenta de que tenía un acento un tanto especial, y entonces me preguntó: De dónde eres? Le he respondido. Soy Eslovaca, pero he pensado: Soy otra eslava como usted. Aunque más joven, pero al igual que a usted no le preocupamos a nuestra patria. Ella, una señora jubilada tendría que estar en casa, jugando con sus nietos, o simplemente descansando y no pasar frío en una desconocida plaza del Ártico. De todas maneras, sea como sea…teníamos que encontrarnos aquí, en Noruega, en esta plaza, yo comprando un pañuelo sobre valorado de Rusia o Eslovaquia, pero ya no me preocupa el precio que pagué.

La abuelita me está colocando el pañuelo, pero no lo hace de cualquier manera; se preocupa de hacerlo de la manera auténtica, la manera de una mujer eslava – como me queda el pañuelo… Lo hace como mi propia abuela. Que fuerte. Hace tiempo que aquí, en Kirkenes, no sentía tanto cariño de  una  persona desconocida. El cariño no se puede describir, se siente. Después me quiero tomar una foto con ella, entonces la abuelita busca el peine y como no lo encuentra se siente decepcionada, pero no tanto como para que me decepcione a mi y entonces, nos tomamos una foto. Dos eslavas de diferente generación, juntadas, en un país económicamente rico, aunque frío…en Kirkenes.